domingo, 17 de junio de 2012

Hombre-Objeto


Desesperado intentaba zafarse de los cintos de cuero que sujetaban sus manos, los intentos eran inútiles, pero todavía quedaba alguna oportunidad de escapar estremeciendo su cuerpo, y sacudía su cintura como podía motivado por ese sesgo de fe.

Los morrudos hombres de barbijo lo sujetaron duramente, y terminaron por privarle de su libertad con un cinto que le cruzaba la cintura reduciendo aun mas la movilidad de su cuerpo traspirado, pálido y frío, que aun se redimía a su voluntad en algún grado.

Una inyección paralizante termino por sedarlo, pero sus ojos se sacudían de un lado a otro, un mordisco, y una baba rabiosa que le caía por el mentón ponían en manifiesto sus mas oscuros miedos mientras todo le daba vueltas y perdía el foco entre tanto movimiento. Iban a desmembrarle el proceso de pensamiento mismo, lo iban a privar de su propia prisión, le iban a quitar hasta aquel último lugar recóndito para la soledad.

Eran aquellos, los pequeños cándidos y hasta entonces invisibles observadores de lo incierto. Intentaban encasillarlo, ordenarlo, definirlo. Y así lo sometían a toda clase de experimentos, que iban desde la publicidad matutina de aquel café que tanto placer le causaba degustar, hasta su nuevo puesto de trabajo, y habían inducido incluso su forma de atarse los zapatos, cuestión que retrospectiva e introspectivamente él había descifrado, deducido e inducido en ultima instancia, para ajustarse a aquel factor común que era el orden que lo perseguía, su conciencia, doblegado a su voluntad, todavía suya, todavía múltiple, todavía viva.

¿Quién ordenaba? se preguntaba, en esa lucha digenica, que veía resurgir, emerger, retornar en un él todavía distante, heterogéneo. Y se encontraba a duras penas detrás del telón, en sus justificativos, en sus razones, él como el límite de sus razones, él como su verdad, él girando alrededor de él, y finalmente él como causa suí, divergiendo todo posible orden, ajustándose al caos, a lo incierto.

Era la guerra el mas agudo síntoma de amor, la lucha llevada hasta el mas distante de los extremos, hasta la muerte. Y la muerte, la crucifixión que tantas veces había visto advenir, la hipocresía, la transvaloración de lo muerto, la oposición y la lucha con lo vivo, que siempre pretendía aplastar cabezas, reafirmarse para perpetuarse, eliminar todo aquello que era malo, adverso a esa calidad de ser. La sátira representación de la vida en el perro que corre detrás de su cola, en ese circulo vicioso que deja al desnudo lo mas primitivo de ser, la voluntad, el querer, el perro y su cola, su querer inalcanzable, escurridizo, mutable al instante mismo de alcanzar el mordisco. Debajo de la piel de la guerra, de lo categorizable como horrible, en la profundidad hay un intenso querer, que lleva a semejante lucha. Y esa lucha tenia lugar en él, debajo de su piel, en las profundidades de su ser, entre esas almas que coexistían allí, y que se imponían las unas sobre las otras, distorsionando la realidad, haciendo a su perspectiva, el ángulo desde el cual era uno mas en el devenir, en aquel sistema conceptual que escondía lo incierto de su ser detrás del margen, en el limite, y que en la dimensión de las palabras pretendía transformar, en saltos de rana y paralogismos, la perspectiva eterna misma, aparentemente eterna y continua, aparentemente representable para llevarla de acá hacia allá, debajo y detrás, o solo para dejarse en esa piel, en un rasguño sobre esa piel, para llevarla así en sus uñas, para verle la sangre correr, para esconder en esas dimensiones lo incierto, para sentir lo vivo.

En momentos de lucidez escupe; no pudo haber sido mas que un efímero eco y distancia, piel de hielo que nadie supo derretir, las profundidades nunca fundidas.

Y el pensamiento se le iba, se le escurría, confortablemente adormecido deliraba. Una inyección, y otra, y otra lo mantenían calmo mientras le conectaban cables en el torso, en las muñecas, y finalmente en la cabeza.

La cápsula lo esperaba.

Cayo en un delirio profundo, lo arrastraban de hombros, él caído, adormecido, el despierto que se había dormido y ahora moqueaba. Lo conducían hasta una prisión, una espaciosa prisión, húmeda, sucia y solitaria. Su prisión.

Y allí lo tenían al hombre-objeto, sometido a estudio, mediante aquellas complicadas aparatologías que lo atomizaban, lo volvían partícula, unidad cuantificable, extrapolable, aquello que lo iba a destruir para rearmarlo de tantas formas distintas, para hacerlo volver en miles.

Enfocaron en él todos sus cristales, lupas, microscopios, células fotosensibles a todo tipo de frecuencias electromagnéticas. Y perseguían así el proceso de su pensar, cada una de sus conexiones sinápticas desmembradas, desarmadas.

Un agujero se abrió en el medio de la prisión, el agujero de las ideas. El hombre-objeto se escurrió en él y dejo de responder, ya no había signos vitales. Y así se fundió en el todo, alcanzo el nirvana, lo volvieron profeta, lo transvaloraron, lo convirtieron en solo interpretación, así crucificado fue rearmado, la lucha había cedido, ahora era el eco de aquel grito eterno en palabras mudas.